A veces, a esta edad, uno piensa que está convirtiéndose en un tempano de hielo. Sientes que ya nada te sorprende, que lo mismo da aquí que allá, que el mundo era mejor mundo antes.
Y es entonces cuando te preguntas si debiste haber asegurado la vida, si debiste saldar los compromisos cuando la vida era un mar de emociones y desbordabas en latidos de satisfacción.
Pero la vida es aquí y ahora. La vida no termina hasta cuando no termines de levantarte, abrir tus ojos y percibir la belleza humana. No termina hasta que no dejes de sentir, así creas que sientes menos.
Todo esto se aprende cuando aparecen como meteoritos, de repente, las personas y los momentos. Se aprende cuando te cachetea el destino mostrándote que aún estás vivo.
Se aprende, cuando el elixir de la vida te arropa en una cama y te hace sentir tanto, que el último aliento es un sorbo de oxígeno desesperado.
Ese elixir del ser humano, esos pequeños detalles, como una marca en su cuerpo, como unas puntas de cabello coloridas que huelen mejor que ropa limpia de casa. Vuelves a sentirte vivo, cuando conoces la rebeldía, la libertad, la locura hecha un cuerpo, unos labios, una mujer.
Yo no quiero un amor eterno, ni quiero que sea mía. Porque las formalidades olvidan la capacidad de sentir y alejar los prejuicios constantes. Yo no la quiero mía, aunque moriría por morir en latidos de satisfacción por el resto de mis días.